lunes, 24 de noviembre de 2008

Premio de Narrativa 2008


Fast Food, de Carolina Bruck

Jurado: Mónica Sifrim, Roberto Ferro, Pablo Ramos
Coordinación general: Roxana Palacios




Tren fantasma


...y la mujer azul
con el ojo de la alegría enfoca directamente
la taumaturga estación de los amores muertos.
Alejandra Pizarnik



El hombre dejó caer el diario y se lanzó corriendo por el pasillo del vagón. Cuando lo encontró, el revisador de boletos aún tiritaba de espanto. Dos pasajeros del otro coche se sumaron a los hombres pálidos, y en grupo se dirigieron al vagón donde estaba el suicida.
Roberto Arlt


—¿Qué va a hacer por allá? ¿Va a tomar una lancha colectivo? Con esta llovizna, en las islas se va a pescar una pulmonía.
—Voy a la ciudad. Tengo un trámite.
Pensó que con esa coartada el guarda la iba a dejar de molestar. El vagón estaba casi vacío: una pareja de ancianos tomaba mate en la otra punta, una chiquita de unos dieciséis años amamantaba a su bebé. Nadie más. Es que ese tren, que era como de juguete, sólo lo tomaban los que viajaban a pasear por las islas. Los días de sol desbordaba de padres divorciados con sus hijos vestidos con camisetas de fútbol, y de turistas extranjeros con lentes de diseño y guías Lonely Planet bajo la axila. Era como una especie de tren de cotillón: desodorante de ambientes, asientos tapizados en terciopelo, carteles señalizadores traducidos a distintos idiomas. Los que vivían o trabajaban en Tigre tomaban el otro tren, el de verdad. Por eso, quizá, el guarda no le creyó.
—¿Un trámite? ¿Hoy sábado? Mire que cierra todo allá, los sábados. No es como en Buenos Aires.
El hombre intentaba espiar los títulos de los libros que Malena llevaba tapados con las manos sobre el regazo, o dibujar el contorno de sus muslos bajo el pantalón de gimnasia colorado. Tendría unos cincuenta y bastantes canas, la clase de hombre que solía fijarse en ella y al que ella solía mirar. Excepto por el uniforme. Cualquier uniforme, aunque fuera un disfraz, construía una barrera indestructible entre Malena y otra persona.
El tren paró en una estación que parecía la cabaña de chocolate de Hansel y Gretel. Pero no estaba en un bosque, la rodeaba un breve rectángulo de césped con juegos para chicos, y una feria de antigüedades en la que paseaban algunos de los turistas que esa tarde desteñida no irían a las islas del Tigre. A unos cien metros, sobre la ruta, un hombre manejaba un carro tirado por un caballo viejo. Dejaba el carro cerca de la costa, en donde, un poco camufladas por los pastizales, podían distinguirse dos o tres casas de chapa y cartón.
Dos rubias altas, que cargaban una radio antigua y algunos caireles de cristal, subieron al vagón de al lado. Las siguieron dos mujeres vestidas con jeans y camisolas, muy maquilladas. El guarda dejó sola a Malena un momento. Por fin ella podía volver a sus libros sin correr el riesgo de que los espiaran. Llevaba una biografía de Leopoldo Lugones y las aguafuertes porteñas de Roberto Arlt; releería algunas durante su viaje en lancha colectivo por las islas.
A Malena —como a muchos de sus amigos— le gustaba olfatear las huellas del último suspiro, la escena del crimen, la morada del difunto. Pero había una diferencia. Mientras a casi todos les daba lo mismo ver un programa de televisión sobre científicos forenses que hurgaban la suciedad de las uñas de un homeless o descifrar los graffiti que decían que en la tumba de Jim Morrison no estaba Jim Morrison, a ella la desvelaba una sola posibilidad. Desde que, a los catorce años, había conocido al mismo tiempo la poesía y el suicidio de Alejandra Pizarnik, no paraba de organizar excursiones solitarias a pensiones, cuartuchos medio derrumbados, habitaciones de hotel convertidas en museos, cementerios de pueblo y de ciudad. Lugares en los que se habían matado o habían enterrado a poetas, narradores, novelistas.
Ese pasatiempo había logrado dilatar por años su proyecto de convertirse en escritora, pero —paradójicamente— también la había convertido en una especie de escritora. Por miedo a una muerte trágica o anticipada, nunca había dedicado sus horas a escribir poemas, relatos, novelas. En cambio, había logrado que un sitio de internet la contratara para escribir breves biografías de escritores que habían tenido una muerte trágica o anticipada. No debía hacer demasiada referencia allí a la obra de los autores, a su posible interpretación o al contexto histórico. Sí debía relatar con bastante detalle la circunstancia de su muerte. Después, uno de los diseñadores del sitio armaría una suerte de historieta interactiva con los pormenores de la muerte del escritor.
La de Arlt había sido su última necrológica. Una muerte temprana, del corazón, a los cuarenta. Pero no demasiado espectacular. Le había llamado la atención, sí, que las cenizas de Arlt habían sido arrojadas al delta del Tigre, en el cruce del río Capitán y el Abra Vieja. Cerca de allí, en un recreo que se llamaba El Tropezón se había matado Lugones. El Tigre era como una especie de Triángulo de las Bermudas en el que desaparecían dos extremos de la literatura argentina de principios del siglo XX.
—¿Le gusta leer?
El uniforme estaba otra vez a su lado. No le contestó, sólo volvió a cubrir las contratapas de los libros. El guarda quería conversar.
—A mí no demasiado, pero en horario de trabajo, leo. Durante la semana viaja poca gente y para no aburrirme, leo. También para protegerme.
Ahora le extendía un libro de tapas blandas, brillantes, de color amarillo patito, unas doscientas páginas. El nombre del autor —escrito todo en mayúsculas, con una tipografía pretenciosa— evocaba vagamente el mundo oriental, y alguna marca de perfumes. El título era una variante esotérica de las que se usaban para los libros de autoayuda. Por el aspecto, parecía que ese ejemplar alguna vez se había mojado, o que lo habían leído muchas veces.
Las tapas color amarillo patito y los autores que se dedicaban a la cosmética le quitaban las ganas de leer a Malena. El hombre, en cambio, parecía entusiasmado.
—Es útil, sabe. ¿Vio que en algunos libros enseñan a conectarse con las personas que fuimos? Bueno, este permite programar quiénes seremos en nuestras próximas reencarnaciones. Acá dice, por ejemplo, que para no reencarnar en sapo o en camalote hay que evitar la interrupción voluntaria de la vida.
Con las aguafuertes en la mano, Malena pensaba en el interés de Arlt por las ciencias ocultas, el espiritismo, la teosofía. Algún tipo de conexión había entre esas disciplinas y las palabras del guarda sobre su libro favorito. Pero era una de esas conexiones que distorsionaban el mensaje, que generaban una distancia insalvable entre el original y su reproducción. Algo así como la diferencia que existía entre un libro antiguo, con las tapas descascaradas y olor a vainillas, y un libro del año pasado, con las tapas descosidas y las páginas manchadas con salsa ketchup. Pensó en leerle una aguafuerte al hombre, la de las ciencias ocultas, pero evaluó que no le iba a resultar interesante.
—Aquí se mata mucha gente, sabe. Yo veo cadáveres todos los días de semana.
Los fines de semana no, porque hay vigilancia. Como este tren tiene piloto automático, si se tiran delante nadie puede evitar atropellarlos. Quedan destrozados. Por eso, para protegerme, leo
De pronto la conversación cambiaba de ángulo. Ahora Malena miraba al guarda con interés.
—Para no hacer lo mismo, digo. Para protegerme. Es una tentación.
Ligada a la muerte, había encontrado esa tentación desplegada por primera vez en Pizarnik: ella había sido su rito iniciático, su mujer azul, su niña monstruo. También la tentación de la muerte había estado en ese cansancio de vivir que repetía Lugones y que a Malena se le transformaba en cansancio de leer. En Arlt había algo más, claro, él no se había matado, pero Erdosain, el protagonista de dos de sus novelas, se había suicidado en el vagón de un tren. En el epílogo de Los lanzallamas, se disparaba en el pecho frente a un matrimonio de viejos, parecido al que estaba tomando mate en el asiento junto a la puerta.
Como no escuchaba comentarios, el guarda amagaba a irse. Malena lo detuvo: quería saber más.
—Perdón, digame, ¿algún escritor se mató tirándose debajo de este tren?
El guarda la miró como a una turista alemana ansiosa por fotografiar morros y favelas en las afueras de San Fernando.
—Qué sé yo, señora. A mí qué me importa si son escritores. Se tiran, se matan, quedan destrozados.
Le había dicho “señora” y había dejado de mirarle los muslos. Esta vez, él parecía incómodo o enojado.
—¿Vio esas casas de chapa y cartón que se asomaban sobre la costa en la estación que pasamos? ¿Vio ese hombre que estacionaba un carro cerca de las casas? A ese, la semana pasada, la mujer se le tiró. Era una morocha joven, linda. Qué sé yo si era escritora.
El calor le subía a Malena desde el pecho a las mejillas. En la última reunión con los diseñadores habían discutido sobre la manera más eficaz de generar el efecto “infarto” en la historieta interactiva. En las veladas necrofílicas que compartía con sus amigos intercambiaban reliquias (fotos, objetos, textos) que habían encontrado en las últimas moradas de sus muertos ilustres. El artículo que pensaba escribir sobre el Triángulo de las Bermudas de la literatura argentina iba a hablar del efecto estético que producía la confluencia de la muerte de dos escritores tan disímiles en un mismo lugar. “Qué sé yo si era escritora”. A Roberto Arlt le hubiera gustado mucho más la respuesta del guarda que su artículo.
El tren se detuvo en la estación Tigre: no la real, la de juguete. Esta estación no se inspiraba en los hermanos Grimm; parecía una imitación de Las Vegas con bajo presupuesto. A pocos metros se veían las luces del casino, encendidas aunque fueran las cuatro de la tarde. Del otro lado, el parque de diversiones. Los gritos de unos pocos chicos llegaban desde la montaña rusa hasta el vagón como si fueran la cuerda soprano de un coro de espectros. Malena pensó en el tren fantasma, esa caravana de cochecitos destartalados que paseaba a los chicos por un túnel con olor a humedad, entre telarañas de nylon y actores que encarnaban las diversas formas del miedo: el diablo, la bruja, el hombre sin cabeza, el jorobado. Era el único entretenimiento del parque de diversiones que realmente disfrutaba de chica. Esa tarde había viajado en el tren fantasma, pero no estaba segura de haberlo disfrutado.
El guarda golpeó la máquina de picar boletos en el borde metálico del asiento: un escalofrío atravesó los dientes de Malena. La pareja de jubilados y la madre con el bebé ya no estaban en el vagón.
—Baje, señora, llegamos. ¿No tenía un trámite usted? Igual yo le digo, va a ver: los sábados acá no queda nadie. Va a tener que volver al tren un día de la semana.



Porque somos leones



Se llamaba —se llama— Delfina Morales. También su mamá, la que después gritó, convertida en letrero, pegada con tachuelas en la corteza de los árboles. La memoria es amarreta: apenas me queda su nombre (ni siquiera una cara de nena), el olor a papel chamuscado y nuestros dos héroes. Los únicos que pudimos enterrar, páginas arrancadas a mordiscones en el camino de la biblioteca a la parrilla del fondo.
Ahora, sentada frente a esta mesa de mármol apócrifo, en este bar exagerado de luz y de gente, mientras escribo, recuerdo el entierro con más detalle. Me viene, es como si. Nunca antes pude.
Juntábamos el polvo que había quedado en los estantes vacíos y nos lo pasábamos por la cara, como si fuera purpurina. Estábamos contentas: Delfina había logrado esconder las obras completas de Franz, el de las orejas grandes. No podíamos quedarnos con todo el libro, pero sí salvar lo que más nos interesaba. Después, lo dejaría en su lugar para que se volviera ceniza junto a los otros.
Leyó Gre- goo -rio- Saam- sa y mordió las costuras del libro para salvar al hombre cucaracha de la hoguera. Recortar una vez el nombre del personaje alcanzaba para resguardarlo. Quedó manchado de la sangre de su último diente de leche, que ahora se movía más.
Después me tocó a mí. Leyó Jo-seph Ka porque yo no sabía y mordí. Nos salvamos de las llamas anónimas una a la otra, porque en nuestros juegos Delfina era Joseph y yo, Gregorio. Cada una había elegido su identidad sin saber más que lo que su mamá nos había contado sobre los personajes. Yo era un bicho que se acostaba de espaldas al piso y pataleaba de la bronca. Ella, un condenado por una maquinaria gigantesca, que intentaba luchar pero terminaba cayendo en una trampa.
Esto se me aparece ahora, textual, nosotras lo repetíamos de memoria —sin entender— porque nos gustaba el ritmo de la frase que habíamos leído en la contratapa. A ella le gustaba, además, la idea de luchar contra una máquina gigante, por eso eligió el personaje. A mí me gustaba ser bicho y no hacer nada.
Usábamos esos nombres para jugar a cualquier cosa, nada relacionado con la trama de los libros. Pasó el tiempo y leí a Kafka. Me reconocí en cada gesto de Gregorio Samsa, en cada lectura que los profesores pedían que recitara: la voz del padre, los silencios, el tedio, la culpa. Pero no supe qué pensar cuando seguí los recorridos de K. Más allá del título de la novela ¿habría sido aquel entierro de papel —como en mi caso— una profecía autocumplida? Algunos se habían quedado a luchar contra una postergación que parecía infinita, pero ¿Delfina? Ella no. O sí. Quizá si ahora leemos juntas, me ayude a encontrarle un nuevo sentido a esta escena. Ella y su memoria estimulada por los huracanes y el ron.
Enterramos las hojas hechas un bollo mientras los demás se lastimaban los ojos con el fuego. Delfina Morales, su mamá, Carlos, su papá, removían brasas y libros con ese tridente que nunca nos dejaban tocar. Nosotras tirábamos nomeolvides sobre los cuerpos de papel y nos comíamos los mocos. Pegamos unas cucarachas muertas sobre la tierra para marcar el lugar. Con plasticola de color les dibujó una G y una K, yo no dibujaba bien las letras.
No íbamos a jugar más. Al día siguiente ellos viajaban al Interior —le prohibieron decirme a qué lugar— y mientras miraba por la ventana de la escuela donde nunca me enseñaron a escribir, la imaginé en el asiento del citroen.
Sentadas sobre ese tapizado plástico, una vez, mientras recorríamos un zoológico sin jaulas, detrás de una caravana de lunetas patriotas, les preguntamos a sus padres por qué no ponían en el vidrio esa calcomanía que tenían todos. La celeste y blanca, con una inscripción en letras de imprenta que ya habíamos oído por la radio, por la televisión.
Estábamos cerca de las cebras, y la mamá de Delfina nos calló: “porque somos leones, no cebras”. Nosotras entendimos poco: qué tenía que ver eso con ser argentinos, con ser derechos. Pero sentimos que nos estaba retando y no cantamos más eso de bandera azul y blanca jirón del cielo en donde impera el sol.
La mañana en que se fue, desde la escuela, la imaginé dormida en el asiento de atrás, con el guardapolvo teñido de gris por las cenizas que habían volado desde la parrilla del fondo para acompañarla. Envidié más que otras veces ese guardapolvo prendido adelante, muy distinto del mío, tableado, impecable, con moño en la espalda.
Tantos años más tarde me enteré de que el Interior había sido el Jardín de la República, como le decía la maestra. Que poco después ella, sola con su papá, había escapado a la Isla. Porque a la otra Delfina Morales no pudieron salvarla ni el diente de leche ni los permanentes de papá Carlos.
Cómo vuelve todo, hasta lo del zoológico. Ahora que escribo, si antes nunca. Aunque sea un par de anécdotas para repetir. Teníamos cinco, yo, siete, mi amiga —no más— y enterramos dos nombres, dos cuerpos de papel. Antes de que ella y su padre se.
A veces corto las frases, no puedo evitarlo. Se pierden en algún rincón de mi cabeza, como las imágenes del pasado. Me miro en el espejo que cubre la pared del bar. Los reflectores y las dicroicas son crueles: puedo investigar mi cara entre los potus artificiales. El pelo lacio detrás de las orejas, las líneas de expresión en el entrecejo y junto a los labios, un brote de acné tardío en la frente. Tengo seis, siete, quince, veintiséis. Ochenta y dos.
En esta esquina, en esta Avenida, en el Interior, todas las caras que cumplen mis años me provocan espanto. Parecemos viejos muy jóvenes y al mismo tiempo chicos viejos, medio estúpidos. Como la gente que sufre ese mal de la vejez precoz.
Estará a salvo —me pregunto— de esta paradoja. Es posible, viene de la Isla. Vivió como lo quería la otra y por eso la perdió menos. Después de veinticinco años debe recordar mucho y diferente. Por eso espero y escribo para preparar el encuentro. Sigo siendo egoísta, como lo era con la chocolatada y las galletitas manon. Sé que al recuperarla voy, vamos, a poder completar mis frases. Así como cuando yo no sabía las letras ella me agarraba la mano hasta que completaba Mar-ce-la Be-ní-tez. Ni el nombre ni el apellido repetían los de mamá y por eso envidiaba su suerte.
Ahora la veo cruzar la Avenida con el semáforo en verde. Le tocan bocina, un taxista asoma la cabeza y le grita. Está gorda, usa pantalones naranja tornasolado y cientos de trenzas según la moda de la Isla. Hace más de veinte años que no la veo, pero estoy segura de que esa “mulata pálida” tiene que ser ella.
No por su aspecto —ya escribí que ni siquiera me queda su cara de nena— sino porque se le notan claros los veintiocho. Y representar una edad tan definida es poco probable entre los que cruzan con frecuencia estas calles. Mira el cartel de neón sobre la puerta y menea la cabeza. Como si encontrara un ramo de muérdago fuera de lugar. Delfina, agito la mano que sostiene la lapicera y tiro unas manchas de tinta sobre el papel. Delf
Tengo que dejar el cuaderno, está llegando. Quizás no necesite usarlo más, después de este encuentro. Gregorio Samsa, al juntarse con Joseph K, podría recuperar su poder: la memoria. Como esos hermanos que juntaban las dos partes de un anillo, gritaban ¡¡Shazam!! y se volvían poderosos. Los mirábamos en el blanco y negro de mi casa, en su casa no tenían. Lo que no se me ocurre es qué poder le ayudaría a recuperar yo. Tengo la sospecha de que se llevó a la Isla el anillo entero.


.....................................................................................


—Aprendiste a escribir, chica —fue su saludo.
Nos abrazamos. Después dejé de entender. Esa mulata pálida no traía el anillo de la memoria. Le colgaban cuentas de colores que indicaban que su santo africano había viajado con ella.
De lo que había vivido veinticinco años antes, sólo le quedaba mi nombre, nuestros dos héroes y el entierro. La casa sin flores en el Jardín de la República, un par de itakas y la llegada a una ciudad que se derretía. En cambio, de los últimos años, como a mí, le quedaba mucho. Pudo hablarme de las miradas de los negros, de los ritos de los blancos. Del malecón. Pero no quiso. Me contó de un velatorio con lloronas mulatas, cantos alucinados y discusiones políticas. Me describió el cementerio en el Caribe. Las tumbas y los panteones parecían repetir la arquitectura sabrosa de la capital de la Isla. En uno de ellos había guardado las cenizas de su papá Carlos, unos días antes de volver.
—Tengo fotos —me dijo —. Las dicroicas apuntaban casi directo a sus pupilas y le daban un aire de poseída por los oriyás.
De un sobre de papel madera sacó cuatro o cinco fotos en blanco y negro. Todas de la capital de la Isla. Una fuente cuadrada de mármol, en una plaza de la ciudad vieja, escoltada por cuatro leones boquiabiertos. El paseo del Prado, visto desde un gran angular, con el foco en la furia sobreactuada de uno de los leones de bronce. Después, el foso, con el cartelito que anunciaba el nombre científico de la especie en primer plano. Lejos, una leona jugaba con un grupo de crías.
—Los primeros años preguntaba mucho por ella. Y papá repetía una historia tonta, para consolarme. Decía que las madres leonas más fuertes solían dejar a sus crías con los padres, o con una leona nodriza, para salir a buscar la comida. Que algunas, quizá las más valientes, no volvían. Yo odiaba esa historia, y a las leonas fuertes que la protagonizaban: me gustaban las nodrizas. Después, me dio por sacarles fotos a los leones. En el zoológico de la Isla hay una manada de cuarenta, africanos. Varias veces intenté distinguir entre ellos qué leonas estaban destinadas a ser cazadoras, y cuáles no. Varias veces discutí con los que decían que en ese lugar estaba la mayor manada de leones en cautiverio en el mundo.
Delfina no separaba las sílabas, ni tampoco pronunciaba la ye argentina. Me dijo que quería volver conmigo a aquel zoológico sin jaulas, a sacar fotos.
Ese lugar no existe más —le dije—. Construyeron un parque temático: pretenden que la gente reviva el pasado con espectáculos de rayos láser, degustaciones de vino y comedias musicales.
Se llevó las trenzas hacia la espalda y bajó la vista.
—No importa —intenté— . También podemos leer a Kafka.
—Podemos —me dijo.
Creo que no me entendió. Levantó sus fotos y se fue. No quedamos en un día o un lugar para encontrarnos.
Mientras tanto, desde esa tarde, sigo manchando las hojas rayadas. Como si alguien hubiera escrito en ellas con jugo de limón, aparecen los recuerdos. Quizás recupere el anillo, ¡¡Shazam!!, y pueda —aun con este cuerpo pesado, y estas patas que no guardan proporción con mi cuerpo— correr a buscarla.

Los cuentos de Fast Food de Carolina Bruck se traman en urdimbres de pasajes y fragmentos no nombrados; los relatos van surgiendo a partir de ausencias, de espacios vacíos, de nexos suprimidos que no forman parte de la textualidad, pero que están sugeridos y operan en la construcción narrativa . Las historias de Fast Food respiran y se despliegan a través de esos intersticios que las recorren y atraviesan. El talento narrativo de Bruck convoca al lector para que, inmerso en la sinuosidad de sus cuentos, deje de lado la fidelidad a los hábitos de la causalidad y la lógica, que informan un credo muy extendido de que el mundo es continuo y explicable.
Robero Ferro

1 comentario:

Danilo Gatti dijo...

Arlt y Alejandra es como jugar un partido con Venus y Zeus de tu lado
son mis escritores preferidos